cosas que pasan, generalidades que a todos nos conciernen, alguien rie alguien llora, pero siempre al final puede quedar ese espiritu de sonrisa por que ha sido un juego inutil, pero lindo. Como correr sobre el suelo mojado por la garua y resbalar solo en la imaginacion, o resbalar de verdad y en la imaginacion la garua.
La fiesta de cumpleaños, del Nobel Harold Pinter, dirigida por Chela de Ferrari. Temporada en la Plaza Isil. A verla, esta increible, desentraña el misterio tú mismo.
Viernes 11 de noviembre del 2011 LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS Una cotidianidad distorsionada. Lo único que sabemos del huésped es que es un pianista “fracasado”. La dueña de la pensión, por su parte, es una anciana con la ternura de una niña, servil y maternal, sin dejar de tener ciertos toques eróticos. En un escenario impecable que va llenándose de moho, la aparición de dos sujetos enternados desencadena el conflicto. ¿Quiénes son? Antes de la fiesta de cumpleaños organizada para el pianista, lo interrogan a solas como si se tratara de un fugitivo, un delincuente, un amante desertor. Ningún espectador podría afirmar o negar tales acusaciones; tal vez su único delito sea haber permanecido un año en la más absoluta abulia. Tampoco se sabe de dónde llegaron estos “agentes” enternados, si persiguen una causa justa o a quién obedecen. La ambigüedad y el absurdo hayan su origen, sobretodo, en la neutralidad de su carácter. Es un acierto de Chela de Ferrari, la directora, el no haberlos presentado siniestros desde el principio; la maldad asusta, pero más asusta el no saber. En la fiesta, por ejemplo, el momento más tenebroso ocurre al apagarse las luces, cuando solo reconocemos a los personajes por sus voces, y sus gritos.
Así, la obra cuenta con cierto misterio que se mantiene hacia el final: el pianista es arrancado de su desidia, de la cómoda pensión, de su “fracaso”, pero sin poder hablar. El dueño de la pensión no pudo impedir que los “agentes” se lo llevaran, solo atinó a gritarle: “No dejes que te digan lo que tienes que hacer”.
Esta vez no quiero hablar de las ratas. Aunque habían muchas. Los policías fueron a rescatar a los dos jóvenes que se resistían a matarlas, que las habían criado como si fueran bebés, que las dejaban reproducirse inundado toda su casa; cuando los policías fueron al alcantarillado a auxiliarlos, porque los adolescentes, chico y chica, estaban tan inundados de ratas que habían decidido abandonarlas en el desagüe, encontraron a la mayoría de los roedores flotando en las aguas turbias que navegaban con dirección al oeste, y a los dos chicos, cada uno con un canasto sobre el regazo. Dentro del canasto sobresalía el rumor de unas mantas de tela cálida de bebé; y por entre las telas, los pericotes más chiquitos, con ojitos de pepitas de uva, ¿quién se atrevería a hacerles algo? Pero no de las ratas, mejor del mar, mejor de un domingo que empieza a ser primaveral y tibio. Hablemos de las ratas del cielo: un palomo gigante que se pudo observar desde la ventana del Hospital París, donde un par de seres fue a lamerse ciertas heridas interiores. Así ocurre en este hospital, es un centro médico que cura fracturas emocionales, corazones rotos, compromisos deshechos, almas desgarradas. Hace un buen trabajo aunque solo cuenta con una cama, una cómoda y un baño. Y muchas palabras de consuelo. Entre esas palabras encontramos a “una linda-mujer-chiquita” que escribía todos los domingos sobre la pista “Ese Frank existe”, con una tiza azul. Pensó en escribir sobre las paredes de los edificios grandes, sobre el cielo también azul, sobre los muros de las iglesias, repetida mil veces enorme y brillante por toda la ciudad para que el dueño de la frase la encontrara de una vez y se la guardara para siempre en el bolsillo. Pero no, no lo hizo, se decidió, casi como siempre, por el “no-hacer-nada”. Nos fuimos de pesca. ¿Nos fuimos de pesca? ¿Quiénes? La orilla era un mar transparente y los gusanos salían de la arena obsequiándose como carnada. A la derecha se ofrecía el piso largo de un muelle cuyo final no llegábamos a distinguir por su altura desembocada hacia el mar. Y a nuestra espalda su continuación o su inicio, lo que nos servía del muelle para darnos sombra. Los peces también se regalaban a nosotros que éramos un padre, un hijo niño y una hija adolescente. Había sonrisas ligeras pero sobretodo silencio y rumor de mar translúcido en el que se podía observar con la claridad de una hermosa luz cómo los peces ansiaban una mirada. La niña o adolescente, trece años tenía, estaba incómoda, miraba al padre aún joven y ya meditabundo, a su hermano aún niño y regordete pisando torpemente la arena; se miraba a ella misma, sus piernas blancas, su short, sus brazos, el juego único de introducir el gusano en el anzuelo. De la madre nunca se supo… Ellos parecían ser el sueño de una madre equívoca. Tan equívoca y reticente que mientras escuchaba un recital de piano se sintió viajar dentro del cuerpo de un pez de escamas prismáticas, que reflejaban la luz en multicolores. Luego de atravesar el interior vacío y las costillas asalmonadas, salió del pez por la puerta trasera hecha de madera y se encontró en un mundo completamente blanco. Sin piso, sin techo, sin fondo, sin ningún plano. Era el universo del papel en blanco o de la tabula rasa. Y ella cabía dentro. La orientación no era necesaria, pero tentando la explicación de aquella nada, una fatalidad se le hundió en medio de la frente como un flechazo inicuo de pulsión: acaso no volver a amar. Ya era demasiado tarde: ella ya yacía desnuda dentro del capullo de un tulipán rosa, flor que había surgido de la nada para cobijarla en medio de ese mundo blanco, cobijar su piel envuelta como un feto, su cabello largo, sus ojos cerrados. Un capullo que se iba cerrando en medio de una luz blanca y rosada, pétalo tras pétalo hasta desaparecerla. Ya era demasiado tarde: cuando los policías recogieron los canastos con los pericotes y sacaron a los muchachos del alcantarillado, la chica, de tan solo trece años, se desmayó después de decirle lo siento lo siento, al muchacho. Cerró sus ojos al caer para nunca más volver a abrirlos. Su pelo castaño estaba pegado a su frente y a sus mejillas por el sudor. Él, que tan solo había querido tener una causa, un motivo, una razón junto a ella, cerró los puños para no llorar. Pero mejor del mar, mejor del azul que no es el azul de la tiza sino del mar, y mil veces más del mar, azul que es rosa, azul que es blanco, azul que flota como la libertad.
esta podria ser para las ratas SOY UN INTERNADO - WARRIOR
esta podria ser para el tulipan rosiblanco AY ESTE AZUL - MERCEDES SOSA
Cosecha (Trilogía de las altas llanuras), obra de David Wright Crawford, con la dirección de Francisco Lombardi, temporada hasta diciembre en la Alianza Francesa.
Lunes 31 de octubre del 2011 COSECHA (TRILOGÍA DE LAS ALTAS LLANURAS) Un hombre que no puede renunciar a sus raíces, que nació en una granja y siente que lo más natural es morir en ella. Una esposa que lo ama pero no ama la granja tanto como él. Cosecha es una obra de personajes realistas, enfrentados entre sí. En un contexto en el que la experimentación teatral (en la dramaturgia y en la interpretación actoral) se ha vuelto un denominador común, una obra realista de personajes que no se enmarcan en una vivencia cultural cercana a la peruana, se torna por lo menos imprevista. De la obra, sin embargo, un espectador atento podrá rescatar ideas acerca de la vida aunque la experiencia estética no resulte tan atractiva. El escenario no se mueve ni se manejan mayores efectos de luces en los tres cuadros que representan la vida de este hombre en su juventud, en su madurez y en su vejez. Pero este estatismo está muy de acuerdo, precisamente, al estatismo del hombre. Y es que cuando uno ama una idea, una tierra, una persona, cumplir el sueño es permanecer a su lado. La cosecha será, entonces, una buena cosecha. Lo que sí cambia son los actores que interpretan al hombre, otorgándole un rasgo personal particular en cada cuadro. Y un nuevo rostro que aún sigue mirando con amor la granja. Tal permanencia en el tiempo a pesar de los rostros es lo que llega a conmover: se percibe el sentido de lo trascendente. Lombardi quizá se ha preguntado a qué tipo de público está dirigida la puesta, una lástima sería que su formato limite a un público joven.
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