sábado, 13 de agosto de 2011

La otra

Nos habíamos escapado, habíamos huido por fin. Nuestra casa la construimos en un lugar remoto para que las habladurías de la gente y el ruido del mundo no nos lleguen. Decidimos vivir en paz, no sé si hubiera hecho esto sola aunque siempre lo soñé, pero un día me dijiste ¡vámonos!, tomaste mis manos y con los ojos claros en los míos me dijiste ¡vámonos! Juntos, no importa nada de lo que haya pasado, ya es hora. Te seguí tan firme, paso tras paso contigo, hacia este lugar donde no nos escondemos, al contrario, desde aquí gritamos que hemos desaparecido.
Los dos acomodamos la disposición de la casa que decidimos ubicar en un acantilado. Al fondo del abismo hay un río que corre suave y bordea el pedazo de montaña donde estamos. Es cierto lo de pedazo de montaña, es una porción de la montaña enorme y frondosa donde nace agitada la catarata larguísima que da vida al río. De modo que nuestro pedazo de montaña permite que nuestra casa se ubique a la mitad de la catarata. Un solo piso es necesario. Muchas ventanas para que haya luz, esa que desprenden las hojas verdes de los árboles cuando les da el sol, también por la brisa que nos llegará desde el río. Y que nos llegue el ruido de la catarata, un día dejaremos de sentirlo un murmullo ajeno para hacerlo una especie de nuevo latido. La puerta principal de la casa, obviamente, dará al abismo. Esa puerta es inútil pues nadie más entrará, nadie saldrá. Al abismo, si alguien decide abrir esa puerta y salir su primer paso será hacia la nada. Así lo hemos decidido. La ventana de la cocina da hacia el bosque, hacia el camino por el que llegamos, la tenemos siempre abierta y cuando cocinamos jugamos, nos reímos entre cuchillos y tomates, abrazados miramos hacia ese sitio y nos apretamos más al cerciorarnos nuevamente de que nos hemos atrevido.
Uno de los primeros días subí al techo a continuar escribiendo un texto que tenía por ahí, era la historia de una chica que se creía muy loca, muy artista, muy vanguardia, que le gustaba tomarse fotos desnuda, ser ligera y mejor que yo, sí, ella creía mucho eso, decía que yo era poca cosa, que cualquier persona merecería algo mejor, se creía muy bella y decía que yo era fea. Esa era mi historia. La dejé bajo mi taza de té para revisar otras hojas y pensar cómo podía continuar la aventura de esta muchachita… Hasta que levanté mi taza de té y las hojas se fueron volando como palomitas apuradas, primero hacia arriba con su color blanco sobre el cielo, luego su caída indetenible hacia el río de abajo, donde las aguas terminaron por tragarse a las cargadas aves que habían salido de mis manos, tan ansiosas de aire, eso fueron, ansiosas de aire que volaron un rato para morir en el agua de mi río.
Ya estaba atardeciendo otro día. Estábamos en la cocina preparando ensalada, riendo como siempre con el ketchup sobre la boca o la nariz. Saliste a traer algo con que limpiarnos y yo me quede deshojando la lechuga. La ventana estaba abierta, una atmósfera oscura con tonalidades rojizas opacaba la vista del camino. Escuché un rugido, ruidos, como si alguien estuviera trepando la pared, subiéndose al techo para colgarse desde ahí y… Me asomé y el graznido se acentuó arrostrándome una garra que me sujetó el brazo mientras comencé a gritar y forcejeamos, pero era una especie de bestia celosa y sumamente molesta, resentida, hinchada, puntiaguda, con los pelos erizados de furia y el rostro rojo, la reconocí, grité aún más para ahogar el bendito murmullo de la catarata y ser yo y ella y tú llegando asustado, reconociendo también a tu antigua mujer, poniendo los dos brazos para que ella suelte el mío que ya estaba completamente arañado, con heridas largas, sangre, ardor, piel desgarrada y tú rogándole que me suelte, y ella gruñendo más hasta asustarme, y tú maldiciéndola y yo con el brazo ya suelto llorando y ella odiándote con todo su amor y tú y yo pensando cómo hizo para encontrarnos si nadie sabía, sus horribles e infinitos graznidos de ave se derraman en tu cara, hay una genuina sensación de que llegó volando, miro mi brazo arañado por sus patas…
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El dolor y esa angustia de los momentos críticos hicieron que me levantara, o tal vez fueron los verdaderos gruñidos felinos que una gata o gato ajeno, de otra casa, de un vecino, de la calle, hizo sobre mi cama cuando Gala, mi gatita, no la dejó subirse. Éramos tres. Fuimos tres sobre la cama. Cuando miraba mi brazo arañado abrí los ojos y la lucha que tuvieron las dos felinas era ya una sensación lejana en el tiempo, lejana en pocos segundos. Abrí los ojos, me recuerdo inclinándome y diciendo qué pasa. La gata blanca extraña ya estaba al lado derecho de mi cama, herida, en cuatro patas, recelosa y resentida de que la hayan echado. Gala estaba entre mis piernas, sentada, vigilante, mirándola, bella como siempre.

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Mírala, míralo ;) me encanta la letra, es tan precisa!!




1 comentario:

Anónimo dijo...

poderosamente surrealista! besos...