El otro día caminaba por los acantilados pensando que la ruta era un entrenamiento en cosas difíciles para luego poder hacer más fáciles las cosas fáciles. El prado era verdísimo con presencias gráciles que deambulaban en pro de nada, solo eran, estaban ahi, como tú hace mucho tiempo. ¿Porqué me empeño en mirarte a ti que estando sumergido entre tantas personas pareces incluido para desbordar, rebalsar, inundar todo cuanto es verde? En ese instante vino el remolino, hicieron alerta con gritos, sirenas y modulaciones por el altavoz pero ya era tarde para mis pies resbalosos, el remolino atrapo mi chaqueta enorme queriendo que me soltara del ligero acantilado donde me sostenia ya apenas con las manos, la chaqueta volando, empujandome a concebir que lo mas facil del mundo es rendirse, caer, limitarse a caer es tan simple, tan abierto: un dedo, dos dedos, tres. ¡Suelta la chaqueta! Si lo que te empuja hacia abajo es su grandeza y textura de alas entonces no vale la pena, ¡sueltala!
Asi paso. Y pude seguir en tierra. La ruta, ahora era obvio, desembocaba en una puesta de sol especial por sus tonalidades turquezas y rojas. ¿Estas conmigo viendo esto? ¿Era tu pecho sobre el que lloraba de felicidad? Mejor no te digo que he venido hasta aquí para sentirme sola pues aquí soy una más viendo el poniente y nadie pregunta por mí, nadie llora por mi chaqueta de alas perdida que me quería hacer volar hacia abajo, a nadie le debo explicaciones mientras mantengo mi pose de especimen gris alcoholizandose en una esquina cualquiera enterrado sobre un sofá en medio de la fiesta. Hacia adentro, todo. Mejor no te digo que no quiero tu pecho para poder llorar de felicidad: me basta con mi almohada.

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